Encontré esta nota en un diario de Palma de Mallorca. Me gustó, me parece que el tipo que lo escribe, es uno de esos que viaja en el metro a nuestro lado, con barba y sin sobresalir. Quería compartirlo con ustedes, es un poco dificíl pero tengale paciencia y me cuentan.
1
Lo que me gusta también es mi soledad. Nadie se acerca. Años hace que paso horas en compañía de algunos grandes frescos medio borrados; imágenes viejas, pero todavía recientes por los labios de aquellas que las veneraron; mujeres taciturnas de túnica corta que guardan la caja con las joyas del océano. Nadie se acerca. Si no poseyera algo muy fuerte e inocente a la vez que me sostiene, como las mentas y las verbenas que prosperan en mi balcón, me habría muerto de hambre. Tan lejos me encuentro de las cosas, tan cerca de su pulso secreto. De noche despierto inquieto por algún matiz del violeta, pero nunca por lo que pueda ocurrir en los comercios del Ágora. En verdad no tengo idea. Dicen que las lágrimas y los suspiros (las copias, no los originales) tienen siempre vigencia, como las fluctuaciones del dólar, la inflación, las transacciones de los partidos —faltaba más. La soledad, como el fango a las quillas de las barcas, me ha consumido. Y pasan los años.
A los setenta y tres años Galba (1) ejercitaba a sus tropas, y yo continuaba saliendo de entre las olas con el consabido cansancio en las rodillas que provoca la resistencia del agua —y gotas doradas brillando en las pestañas— listo para la lucha. Sólo que mi Nerón, igual de loco, no se doblega ante nada, el infame.
No hablo del que provoca incendios al mismo tiempo en el Líbano o en Angola; que corrompe conciencias en Camboya, en Chile, en Argentina. Ese a todos nos pertenece y lo hemos provisto de por vida. Hablo del otro, el de “uso privado”, el que apenas consigo algo puro me lo profana, a mí, que sueño que la cosa más humilde, si la amo, alcance la perfección de un capitel.
¿Quién es entonces el que hunde la duda en la razón de los devotos, en el rendimiento de los atletas los anabolizantes, y en la mente de los poetas la dulzura de la derrota? ¿Cómo y por qué ha logrado volver lo claro, lo no turbio de la vida casi invisible para los demás? ¿Por qué y cómo los convence de no hacer siquiera un movimiento simple, un giro de la cabeza, que podría significar también un giro del mundo entero?
En la poca Grecia que nos queda, lo único que aún puedes hacer es implorar a tus dioses. ¿Qué dioses? ¡Ah! Son muchos. Casi tantos como la población del país. Velan dos metros bajo tierra o sobre el descascarillado muro del vecino. Con la nariz rota, cortado uno de los brazos, el manto verdoso por el tiempo, o un rojo cereza en los hombros y una mirada que sólo se tiende sin detenerse en ti. Parecen pensativos e inclinados, como si sujetaran sedales que son los hilos mismos de nuestra vida. Y todo eso en una atmósfera de víspera de grandes acontecimientos que no sabes si ocurrirán jamás.
Es como si amaneciera un segundo día en el día. Entonces, aquello que poco antes adquiría particular gravedad en tu vida, lo ves contraerse, aligerarse, desaparecer, quedando en su lugar sólo una muchacha que apenas toca el suelo, que lleva una cesta de flores y avanza hacia ti sin alcanzarte nunca.
¿Qué puede simbolizar una aparición como ésa, completamente desprendida del interés cotidiano? Si la clave que uso es correcta, quiere decir: “En buena hora fuiste creado, Hombre, sin ninguna razón”. 0, mejor dicho: “La razón por la que fuiste creado, Hombre, es precisamente ésta: que demuestres también tú con tu vida y tu obra, que todo puede y debe suceder sin ninguna razón, para consumarse así, como se consuma toda la creación”.
Sólo que para entender eso, tienes que ir lejos.
2
Vengo de lejos. Las recolectoras de azafrán de Tera van a mi lado, y cerca, llevadas por el viento del norte, las Santas Mujeres, bellas entre sus rosales y el reflejo dorado de los ángeles. En el camino me llené de tierra amarillenta, rojiza, café, de estrías de piedra, oscuras, azules y moradas, como las que se ven navegando por las costas de Kitnos en agosto. Una felicidad de los ojos que es también del oído, del tacto y de la mente, pues la naturaleza puede estudiarse a la vez por todas partes, hasta que al final la asimile nuestra segunda sustancia, la que a veces sabe ser receptora de cosas excepcionalmente importantes y de un modo maravilloso incomprensibles. He ahí por qué agradezco a los pintores. Por el agradecimiento que también muestran ellos ante la materia y las posibilidades que les ofrece de transfigurarla y conferirle un aire de —no temamos el término— inmortalidad.
La realidad estable, definida, no revocable, se debe a sus manos que, muchas veces, al desplazar algo mínimo, desprenden la sensación del objeto que la provoca, la manejan de un modo distinto y nos descubren un plano del mundo más real, si se puede decir eso. Y que, sin embargo, es verdad. Un poco más a la derecha, más arriba, un poco más de rojo, de amarillo y he ahí: la lucecita se enciende en el Paraíso de los que entienden.
Alguna vez, es verdad, ocurre que esa lucecita se te enciende sin que nada lo justifique; ni tu educación ni tus tendencias naturales. Y te quedas con una sensación de clandestinidad dentro del Paraíso, hasta que un día te es dado entender, con la experiencia y el conocimiento, que no eras tú sino el asunto en cuestión el portador de una forma que podría calificarse de paradójica.
Eso es lo que me sucedió con el Cubismo.
Ni siquiera en el breve periodo en el que por un momento rocé el materialismo histórico y su facilidad para interpretarlo todo; hubiera sido más natural. Sino más tarde, cuando con el mismo fanatismo me encontré en el extremo opuesto y rechazaba tanto la concepción de que la vida no es un don, que llegué al punto de soñar para el hombre una nueva Cuaresma en la que ayunara de los frutos de la modernidad y se mantuviera sólo con el concepto elemental de las cosas y su prolongación metafísica.
¿Cómo fue posible entonces que me encendiera la lucecita una Escuela registrada por los historiadores en los anales del materialismo más extremo? Pues sí. En la obra de los pintores de aquella época encontraba —qué curioso— exactamente lo que buscaba: el objeto limpio de su naturaleza anecdótica; su forma, su estructura y su vínculo con algo, tal vez inesperado, pero igualmente sometido a una geometría invisible. Y la materia también, como la concebía. No como consumidor, sino como iniciado de los sentidos; no como colector de cualidades útiles, sino como exegeta de formas y figuras.
Con el Cubismo, la idea de representatividad como concepción se había desplazado, por no decir elevado, a un nivel paralelo al de los egipcios o los cretenses de Minos en los que el llamado «modelo» no tenía la importancia que hoy le damos. Picasso —por recurrir a Las Señoritas de Avignon— no sólo había eliminado con esta obra la descripción psicológica y el claroscuro. Esencialmente había anulado el “Modelo”, o, si se prefiere, lo había rebajado a simple pretexto. Ya no importaba tal guitarra o tal mesa, sino la guitarra, la mesa, y así sucesivamente. La botella y no, “La botella de Banyuls”, los caracteres tipográficos de un periódico y no el Journal o I'Independant; un paisaje con casas y no el “paisaje de Horta de Ebro”. Esto tenía importancia.
La austeridad y el ascetismo que exhalaban las obras de Braque (antes de llegar al periodo analítico), de Juan Gris, de Léger, representaban literalmente un ideal mío. Manifestaban una ruptura con la ambición de plasmar la realidad de la ilusión óptica, y una voluntad de captar el objeto en su verdad estructural, tal y como lo contempla la mente en el orden cósmico.
Y aquí, claro, puede uno preguntarse: ¿Para qué todo esto? ¿Qué significa el mito? Respondo. Primero, confianza en la lucecita, que elude con saltos los procesos cerebrales y capta a la primera lo que al estudioso le lleva años aclarar y clasificar dentro de sí. Segundo, que el amor a la materia no tiene ninguna relación con la concepción materialista de la vida. Y tercero, que aquello que entendían nuestros antepasados cuando decían: “cada uno según sienta” continúa siendo válido, aunque a veces conduzca a un (insisto en el término) aparente e inaceptable absurdo. Así es. Cada uno según sienta, como se sienta.
3
Hay veces que me siento barca en un jardín. Pálidas vendas azules o moradas me cubren por un lado mientras que del otro todavía emana salmuera de siglos; diríase que de una flauta travesera llega bálsamo de jacintos y líquida dulzura de Cimotóe (2). Esa barca soy yo. Y cuando digo “yo”, quiero decir mi yo interminable posterior. Sin fin. Ella es mi jardín.
Shaykh Ahmad Ashisi dice que el Paraíso del fiel gnóstico es su propio cuerpo en el mismo sentido en el que el del infiel es su Infierno.
Hace cientos de años, cuando el hombre todavía no se había encerrado en la jaula de las causas y los efectos, la silla volaba y el mar se podía pisar. El pez aguja remontaba la corriente de los follajes y todos los demonios de las huertas zumbando se conferían el hábito del Santo. En otras palabras, cuando los duendes le robaban la voz, el hombre hablaba. Hoy se arredra y se sustenta con el masticado alimento de los medios masivos de comunicación —¿por dónde va a pasar el ángel? “Pero si es una criatura de tu imaginación”, murmuran tímidamente algunos. “Bueno. Y la imaginación ¿criatura de quién es?”, pregunto. Una res ¿nos mira o nos imagina? ¿La belleza del arte se debe a la materia o a que de ella se desprenda una representación que trasciende el modelo original? En sus Notas, Braque confiesa que para que un objeto cualquiera despierte su interés pictórico, es necesario que primero se haga ajeno a su cualidad utilitaria. Y yo, por mi parte, confieso que ante un paisaje bello no podría escribir nada. La belleza natural inhibe la intelectual, que demanda su total desprendimiento y su desarrollo hasta lo imposible. Desde este punto de vista, bien hallado el camino privado de cada cual, que lleva a un “todas partes” que es de los demás “ninguna parte”.
4
El camino privado ataja por el tiempo. Llegas más rápido a tu casa por Constantinopla. Y además, tu casa no es exactamente la que conocías. Es una casa rural, grande, con escalera doble de piedra, como la de Puschkin en Crimea. Pongo un ejemplo al azar.
Incluso a veces pasa que alcanzas a las cosas en su infancia: el patiecito, la cocinita el limonero, los estanques. Percibes la poca importancia que tiene el tiempo si no llevas el registro. Y lanzas tu anzuelo a los sucesos para sacar, simplemente, un poco de elocuencia de agua, un reflejo, una transparencia azul marino. Lo demás, aun en estado crudo, para nada te sirve. Genera interés, no oxígeno. Y cerca, la prudencia del olivo.
Para cada uno de nosotros está abierto un camino privado. Y sin embargo muy pocos lo siguen. Algunos sólo cuando una o dos veces en su vida se enamoran. Y el resto nunca. Son éstos los que se retiran de la vida sin siquiera haberse dado cuenta de qué les ocurrió. Y es una lástima. Es una lástima ese encierro de por vida en el arca de la Necesidad, con los sentidos inmovilizados en el nivel utilitario. ¿Es culpa sólo de la ausencia de educación? En esto, incluso un viticultor o un pescador, si son auténticos, en cuanto a la toma de conciencia de los actos llegan al mismo nivel al que también llega el poeta.
Millares de imperceptibles vibraciones de la tierra ardiente o del mar de la mañana actúan sobre ellos; y su alma, en consecuencia, recibe y atesora cinceladuras anónimamente divinas. Entonces es otra cosa la que ocurre, que sella el alma y te impide tomar posición ante el dilema que, de la manera más sencilla, tanto teórica como prácticamente nunca ha dejado de plantear la vida. 0 permaneces con los cinco sentidos sin ejercitar y tu mundo anímico expuesto a acontecimientos de la superficie que simplemente registras, y entonces, salvo la diferencia de calidad, te colocas en el mismo paralelo de las canciones populares y la lectura de revistas semanales; o aceptas, en principio, la existencia del misterio, y entonces cuestionas los resultados de toda experiencia primera y penetras con un corte profundo en la realidad, aspirando a reintegrar el fenómeno de la vida a partir de los elementos que se te ofrecen; con el pensamiento libre de todo prejuicio, por un lado, y, por el otro, ejercitados como un galgo los sentidos, a los que de vez en cuando, si tienes suerte, miras volver del campo en que los has soltado trayendo en los dientes presas de la misma importancia que las que de tiempo en tiempo han conseguido “cobrar” las religiones.
Desgraciadamente, la humanidad produce mucho sentimiento y poco espíritu. Y lo mucho se come a lo poco. No lo digo con enfado, lo digo con tristeza. Porque lo mucho se malgasta y se acumula en tan grandes cantidades que acaba por excluir todo acercamiento a lo Sustancial. Y la lágrima, lo más sagrado que hay, al enturbiar los ojos (y la mente), se convierte en la razón por la que en el arte confundimos la voz en primera persona con el caso particular del creador. Así, la «emoción» y nada más, ha llegado a ser nuestro único criterio ante toda creación. ¿Es, sin embargo, así? ¿Es eso lo correcto?
Personalmente, no recuerdo haber experimentado nunca emoción ante el Partenón o La Iliada, los mosaicos de Rávena o Solomós. Vibración, sí. Sobrecogimiento, sí, si no duda: cómo puede ser, cómo es posible que un hombre tan de naturaleza hipo llegue a semejante hiper. Que enderece o curve las líneas en el mármol, en la lengua, en el sonido, con tanta precisión que los elementos del mundo obedezcan y se nos entreguen como quisiéramos que fueran, como los pide nuestra alma y como todo indica que podrían ser. Pero lo mismo, con la condición de que exista una alta calidad, observamos también a escala mucho menor en los ídolos arcaicos y en Arquíloco, las vaioforos (3) populares, en Teófilo (4), la Paraportianí (5) y en la Rosa Eterna (6).
Espíritu que para ser recibido requiere de un salto por encima de la emoción. Y tener el alma en la punta de los dedos, en los ojos, las fosas nasales, en los labios. Por ahí habla el mundo. Por ahí encuentras tu camino privado. Florecen mejor las flores en el Epitafio (7). Huele a amor en el templo. La vida se queda y no termina. Aquí.
Notas
1) Referencia a un poema de Kavafis titulado El plazo de Nerón en el cual el poeta habla de la actitud ante la edad (setenta y tres años, precisamente) de ambos emperadores romanos.
2) Cimótoe. Una de las neréidas, ninfas del mar, personificación del movimiento de las olas. Suelen representarse cabalgando sobre delfines o caballos marinos.
3) Vaioforos. En la hagiografía, imagen de manufactura popular que representa la entrada de Jesús en Jerusalén, el Domingo de Ramos.
4) Teófilo (1873-1934). Pintor popular autodidacta nacido en Mitilini (Lesbos). Ejecutó murales en varios pueblos de su isla natal y de Pilio. Elytis le dedica un hermoso ensayo incluido en Anijtá jartiá (papeles abiertos), Ikaros, Atenas, 1974.
5) Paraportianí. Iglesia de Mikonos, isla griega del grupo de las Cíclades, famosa por su arquitectura.
6) Rosa Eterna. Uno de los epítetos de la Virgen en el Himno Acátistos, cantado en la fiesta de la iglesia ortodoxa del mismo nombre celebrada en honor de la Virgen.
7) Epitafio. Para los ortodoxos, la urna o sepulcro en el que yace Cristo y que adornado con flores es sacado en procesión por las calles durante la ceremonia del Viernes Santo, en primavera.