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    martes, mayo 24, 2005  

    Encontré esta nota en un diario de Palma de Mallorca. Me gustó, me parece que el tipo que lo escribe, es uno de esos que viaja en el metro a nuestro lado, con barba y sin sobresalir. Quería compartirlo con ustedes, es un poco dificíl pero tengale paciencia y me cuentan.

    1


    Lo que me gusta también es mi soledad. Nadie se acerca. Años hace que paso horas en compañía de algunos grandes fres­cos medio borrados; imágenes viejas, pero todavía recientes por los labios de aquellas que las veneraron; mujeres taciturnas de tú­nica corta que guardan la caja con las jo­yas del océano. Nadie se acerca. Si no poseyera algo muy fuerte e inocente a la vez que me sostiene, como las mentas y las verbenas que prosperan en mi balcón, me habría muerto de hambre. Tan lejos me en­cuentro de las cosas, tan cerca de su pulso secreto. De noche despierto inquieto por algún matiz del violeta, pero nunca por lo que pueda ocurrir en los comercios del Ágora. En verdad no tengo idea. Dicen que las lágrimas y los suspiros (las copias, no los originales) tienen siempre vigencia, como las fluctuaciones del dólar, la inflación, las transacciones de los partidos —faltaba más. La soledad, como el fango a las quillas de las barcas, me ha consumido. Y pasan los años.
    A los setenta y tres años Galba (1) ejerci­taba a sus tropas, y yo continuaba salien­do de entre las olas con el consabido can­sancio en las rodillas que provoca la resistencia del agua —y gotas doradas bri­llando en las pestañas— listo para la lu­cha. Sólo que mi Nerón, igual de loco, no se doblega ante nada, el infame.
    No hablo del que provoca incendios al mismo tiempo en el Líbano o en Angola; que corrompe conciencias en Camboya, en Chile, en Argentina. Ese a todos nos pertenece y lo hemos provisto de por vida. Hablo del otro, el de “uso privado”, el que apenas consigo algo puro me lo profana, a mí, que sueño que la cosa más humilde, si la amo, alcance la perfección de un capitel.
    ¿Quién es entonces el que hunde la duda en la razón de los devotos, en el rendi­miento de los atletas los anabolizantes, y en la mente de los poetas la dulzura de la derrota? ¿Cómo y por qué ha logrado vol­ver lo claro, lo no turbio de la vida casi invisible para los demás? ¿Por qué y cómo los convence de no hacer siquiera un mo­vimiento simple, un giro de la cabeza, que podría significar también un giro del mun­do entero?
    En la poca Grecia que nos queda, lo úni­co que aún puedes hacer es implorar a tus dioses. ¿Qué dioses? ¡Ah! Son muchos. Casi tantos como la población del país. Velan dos metros bajo tierra o sobre el descasca­rillado muro del vecino. Con la nariz rota, cor­tado uno de los brazos, el manto verdoso por el tiempo, o un rojo cereza en los hom­bros y una mirada que sólo se tiende sin detenerse en ti. Parecen pensativos e incli­nados, como si sujetaran sedales que son los hilos mismos de nuestra vida. Y todo eso en una atmósfera de víspera de grandes acontecimientos que no sabes si ocu­rrirán jamás.
    Es como si amaneciera un segundo día en el día. Entonces, aquello que poco an­tes adquiría particular gravedad en tu vida, lo ves contraerse, aligerarse, desaparecer, quedando en su lugar sólo una muchacha que apenas toca el suelo, que lleva una cesta de flores y avanza hacia ti sin alcan­zarte nunca.
    ¿Qué puede simbolizar una aparición como ésa, completamente desprendida del interés cotidiano? Si la clave que uso es co­rrecta, quiere decir: “En buena hora fuiste creado, Hombre, sin ninguna razón”. 0, mejor dicho: “La razón por la que fuiste creado, Hombre, es precisamente ésta: que demuestres también tú con tu vida y tu obra, que todo puede y debe suceder sin ninguna razón, para consumarse así, como se consuma toda la creación”.
    Sólo que para entender eso, tienes que ir lejos.

    2

    Vengo de lejos. Las recolectoras de azafrán de Tera van a mi lado, y cerca, llevadas por el viento del norte, las Santas Mujeres, bellas entre sus rosales y el reflejo dorado de los ángeles. En el camino me llené de tierra amarillenta, rojiza, café, de estrías de piedra, oscuras, azules y moradas, como las que se ven navegando por las costas de Kitnos en agosto. Una felicidad de los ojos que es también del oído, del tacto y de la mente, pues la naturaleza puede estudiar­se a la vez por todas partes, hasta que al final la asimile nuestra segunda sustancia, la que a veces sabe ser receptora de cosas excepcionalmente importantes y de un modo maravilloso incomprensibles. He ahí por qué agradezco a los pintores. Por el agradecimiento que también muestran ellos ante la materia y las posibilidades que les ofrece de transfigurarla y conferirle un aire de —no temamos el término— inmortali­dad.
    La realidad estable, definida, no revocable, se debe a sus manos que, muchas veces, al desplazar algo mínimo, despren­den la sensación del objeto que la provo­ca, la manejan de un modo distinto y nos descubren un plano del mundo más real, si se puede decir eso. Y que, sin embargo, es verdad. Un poco más a la derecha, más arriba, un poco más de rojo, de amarillo y he ahí: la lucecita se enciende en el Paraíso de los que entienden.
    Alguna vez, es verdad, ocurre que esa lucecita se te enciende sin que nada lo jus­tifique; ni tu educación ni tus tendencias naturales. Y te quedas con una sensación de clandestinidad dentro del Paraíso, hasta que un día te es dado entender, con la ex­periencia y el conocimiento, que no eras tú sino el asunto en cuestión el portador de una forma que podría calificarse de pa­radójica.
    Eso es lo que me sucedió con el Cubis­mo.
    Ni siquiera en el breve periodo en el que por un momento rocé el materialismo his­tórico y su facilidad para interpretarlo todo; hubiera sido más natural. Sino más tarde, cuando con el mismo fanatismo me encon­tré en el extremo opuesto y rechazaba tanto la concepción de que la vida no es un don, que llegué al punto de soñar para el hom­bre una nueva Cuaresma en la que ayuna­ra de los frutos de la modernidad y se mantuviera sólo con el concepto elemental de las cosas y su prolongación metafísica.
    ¿Cómo fue posible entonces que me en­cendiera la lucecita una Escuela registrada por los historiadores en los anales del ma­terialismo más extremo? Pues sí. En la obra de los pintores de aquella época encontra­ba —qué curioso— exactamente lo que buscaba: el objeto limpio de su naturaleza anecdótica; su forma, su estructura y su vín­culo con algo, tal vez inesperado, pero igualmente sometido a una geometría invi­sible. Y la materia también, como la con­cebía. No como consumidor, sino como ini­ciado de los sentidos; no como colector de cualidades útiles, sino como exegeta de for­mas y figuras.
    Con el Cubismo, la idea de representa­tividad como concepción se había despla­zado, por no decir elevado, a un nivel pa­ralelo al de los egipcios o los cretenses de Minos en los que el llamado «modelo» no tenía la importancia que hoy le damos. Picasso —por recurrir a Las Señoritas de Avignon— no sólo había eliminado con esta obra la descripción psicológica y el cla­roscuro. Esencialmente había anulado el “Modelo”, o, si se prefiere, lo había rebaja­do a simple pretexto. Ya no importaba tal guitarra o tal mesa, sino la guitarra, la mesa, y así sucesivamente. La botella y no, “La bo­tella de Banyuls”, los caracteres tipográficos de un periódico y no el Journal o I'Independant; un paisaje con casas y no el “paisaje de Horta de Ebro”. Esto tenía importancia.
    La austeridad y el ascetismo que exha­laban las obras de Braque (antes de llegar al periodo analítico), de Juan Gris, de Léger, representaban literalmente un ideal mío. Manifestaban una ruptura con la ambición de plasmar la realidad de la ilusión óptica, y una voluntad de captar el objeto en su verdad estructural, tal y como lo contem­pla la mente en el orden cósmico.
    Y aquí, claro, puede uno preguntarse: ¿Para qué todo esto? ¿Qué significa el mito? Respondo. Primero, confianza en la luce­cita, que elude con saltos los procesos cerebrales y capta a la primera lo que al estudioso le lleva años aclarar y clasificar dentro de sí. Segundo, que el amor a la ma­teria no tiene ninguna relación con la con­cepción materialista de la vida. Y tercero, que aquello que entendían nuestros ante­pasados cuando decían: “cada uno según sienta” continúa siendo válido, aunque a ve­ces conduzca a un (insisto en el término) aparente e inaceptable absurdo. Así es. Cada uno según sienta, como se sienta.

    3


    Hay veces que me siento barca en un jar­dín. Pálidas vendas azules o moradas me cubren por un lado mientras que del otro todavía emana salmuera de siglos; diríase que de una flauta travesera llega bálsamo de jacintos y líquida dulzura de Cimotóe (2). Esa barca soy yo. Y cuando digo “yo”, quiero decir mi yo interminable posterior. Sin fin. Ella es mi jardín.
    Shaykh Ahmad Ashisi dice que el Paraí­so del fiel gnóstico es su propio cuerpo en el mismo sentido en el que el del infiel es su Infierno.
    Hace cientos de años, cuando el hombre todavía no se había encerrado en la jaula de las causas y los efectos, la silla volaba y el mar se podía pisar. El pez aguja remontaba la corriente de los follajes y todos los demonios de las huertas zumbando se conferían el hábito del Santo. En otras palabras, cuando los duendes le robaban la voz, el hombre ha­blaba. Hoy se arredra y se sustenta con el masticado alimento de los medios masivos de comunicación —¿por dónde va a pasar el án­gel? “Pero si es una criatura de tu imagina­ción”, murmuran tímidamente algunos. “Bue­no. Y la imaginación ¿criatura de quién es?”, pregunto. Una res ¿nos mira o nos imagina? ¿La belleza del arte se debe a la materia o a que de ella se desprenda una representación que trasciende el modelo original? En sus No­tas, Braque confiesa que para que un objeto cualquiera despierte su interés pictórico, es ne­cesario que primero se haga ajeno a su cuali­dad utilitaria. Y yo, por mi parte, confieso que ante un paisaje bello no podría escribir nada. La belleza natural inhibe la intelectual, que demanda su total desprendimiento y su desa­rrollo hasta lo imposible. Desde este punto de vista, bien hallado el camino privado de cada cual, que lleva a un “todas partes” que es de los demás “ninguna parte”.

    4


    El camino privado ataja por el tiempo. Lle­gas más rápido a tu casa por Constan­tinopla. Y además, tu casa no es exacta­mente la que conocías. Es una casa rural, grande, con escalera doble de piedra, como la de Puschkin en Crimea. Pongo un ejemplo al azar.
    Incluso a veces pasa que alcanzas a las cosas en su infancia: el patiecito, la cocinita el limonero, los estanques. Percibes la poca importancia que tiene el tiempo si no llevas el registro. Y lanzas tu anzuelo a los sucesos para sacar, simplemente, un poco de elocuencia de agua, un reflejo, una trans­parencia azul marino. Lo demás, aun en es­tado crudo, para nada te sirve. Genera interés, no oxígeno. Y cerca, la prudencia del olivo.
    Para cada uno de nosotros está abierto un camino privado. Y sin embargo muy po­cos lo siguen. Algunos sólo cuando una o dos veces en su vida se enamoran. Y el resto nunca. Son éstos los que se retiran de la vida sin siquiera haberse dado cuenta de qué les ocurrió. Y es una lástima. Es una lástima ese encierro de por vida en el arca de la Nece­sidad, con los sentidos inmovilizados en el nivel utilitario. ¿Es culpa sólo de la ausen­cia de educación? En esto, incluso un viticultor o un pescador, si son auténticos, en cuanto a la toma de conciencia de los actos llegan al mismo nivel al que también llega el poeta.
    Millares de imperceptibles vi­braciones de la tierra ardiente o del mar de la mañana actúan sobre ellos; y su alma, en consecuencia, recibe y atesora cinceladuras anónimamente divinas. Entonces es otra cosa la que ocurre, que sella el alma y te impide tomar posición ante el dilema que, de la ma­nera más sencilla, tanto teórica como prác­ticamente nunca ha dejado de plantear la vida. 0 permaneces con los cinco sentidos sin ejercitar y tu mundo anímico expuesto a acontecimientos de la superficie que sim­plemente registras, y entonces, salvo la di­ferencia de calidad, te colocas en el mismo paralelo de las canciones populares y la lectura de revistas semanales; o aceptas, en principio, la existencia del misterio, y en­tonces cuestionas los resultados de toda experiencia primera y penetras con un corte profundo en la realidad, aspirando a rein­tegrar el fenómeno de la vida a partir de los elementos que se te ofrecen; con el pen­samiento libre de todo prejuicio, por un lado, y, por el otro, ejercitados como un gal­go los sentidos, a los que de vez en cuan­do, si tienes suerte, miras volver del campo en que los has soltado trayendo en los dientes presas de la misma importancia que las que de tiempo en tiempo han conseguido “cobrar” las religiones.
    Desgraciadamente, la humanidad produ­ce mucho sentimiento y poco espíritu. Y lo mucho se come a lo poco. No lo digo con enfado, lo digo con tristeza. Porque lo mucho se malgasta y se acumula en tan grandes cantidades que acaba por excluir todo acercamiento a lo Sustancial. Y la lá­grima, lo más sagrado que hay, al entur­biar los ojos (y la mente), se convierte en la razón por la que en el arte confundimos la voz en primera persona con el caso particular del creador. Así, la «emoción» y nada más, ha llegado a ser nuestro único criterio ante toda creación. ¿Es, sin embargo, así? ¿Es eso lo correcto?
    Personalmente, no recuerdo haber expe­rimentado nunca emoción ante el Partenón o La Iliada, los mosaicos de Rávena o Solomós. Vibración, sí. Sobrecogimiento, sí, si no duda: cómo puede ser, cómo es posi­ble que un hombre tan de naturaleza hipo llegue a semejante hiper. Que enderece o curve las líneas en el mármol, en la lengua, en el sonido, con tanta precisión que los elementos del mundo obedezcan y se nos en­treguen como quisiéramos que fueran, como los pide nuestra alma y como todo indica que podrían ser. Pero lo mismo, con la con­dición de que exista una alta calidad, observamos también a escala mucho menor en los ídolos arcaicos y en Arquíloco, las vaioforos (3) populares, en Teófilo (4), la Paraportianí (5) y en la Rosa Eterna (6).
    Espíritu que para ser recibido requiere de un salto por encima de la emoción. Y tener el alma en la punta de los dedos, en los ojos, las fosas nasales, en los labios. Por ahí habla el mundo. Por ahí encuentras tu camino privado. Florecen mejor las flores en el Epitafio (7). Huele a amor en el templo. La vida se queda y no termina. Aquí.

    Notas
    1) Referencia a un poema de Kavafis titulado El plazo de Nerón en el cual el poeta habla de la actitud ante la edad (setenta y tres años, precisamente) de ambos emperadores romanos.
    2) Cimótoe. Una de las neréidas, ninfas del mar, personificación del movimiento de las olas. Suelen representarse cabalgando sobre delfines o caballos marinos.
    3) Vaioforos. En la hagiografía, imagen de manufactura popular que representa la entrada de Jesús en Jerusalén, el Domingo de Ramos.
    4) Teófilo (1873-1934). Pintor popular autodidacta nacido en Mitilini (Lesbos). Ejecutó murales en varios pueblos de su isla natal y de Pilio. Elytis le dedica un hermoso ensayo incluido en Anijtá jartiá (papeles abiertos), Ikaros, Atenas, 1974.
    5) Paraportianí. Iglesia de Mikonos, isla griega del grupo de las Cíclades, famosa por su arquitectura.
    6) Rosa Eterna. Uno de los epítetos de la Virgen en el Himno Acátistos, cantado en la fiesta de la iglesia ortodoxa del mismo nombre celebrada en honor de la Virgen.
    7) Epitafio. Para los ortodoxos, la urna o sepulcro en el que yace Cristo y que adornado con flores es sacado en procesión por las calles durante la ceremonia del Viernes Santo, en primavera.

       [ Escrito por Ismael de Andrea a las 5:34 p. m. ] [ ]


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